domingo, 16 de octubre de 2016

CAPITULO IV

La educación obligatoria y el optimismo acerca del progreso

Es un proyecto optimista que debe ser extensible a todos, en tanto que se apoya en los valores de la racionalidad y de la democracia, que eleva la condición humana. Si es un derecho universal, a nadie se le puede negar. Lo cual implica el supuesto de que todo ser humano puede mejorar, puede ser educado y, por tanto, tiene que recibir educación. El proyecto moderno de educación es optimista acerca de las posibilidades de la naturaleza humana, y lo es también desde un punto de vista histórico, porque contribuye a la liberación exterior del hombre respecto de poderes que lo hacen “menor de edad”, como pensaba KANT. La educación moderna lleva consigo la promesa de liberar al hombre de las limitaciones de su origen, porque, desde esa mentalidad progresista, la circunstancia de haber nacido en un contexto y en unas determinadas condiciones es algo que se puede corregir, ya que el mundo que nos rodea ha sido construido y no viene dado por ninguna fuerza inamovible, por el destino o por la fatalidad, sino que es susceptible de ser vuelto a diseñar, como afirma HELLER .
Un consenso epistemológico que defiende la creencia de que todos pueden ser educados, al concebir a la naturaleza humana como algo mejorable, creencia que se extiende a medida   que pierden vigor las explicaciones acerca del destino prefijado, que son propias de una sociedad que se rige por las ideas de la tradición. Un nuevo consenso moral según el cual todos deben ser educados, porque todos pueden serlo, bien sea con el fin de corregir sus limitaciones, de protegerlos de las influencias que coarten el desarrollo expansivo natural o para proporcionarles los “materiales” para su desenvolvimiento. Ésta es la nueva base democrática de la educación obligatoria bajo el pensamiento moderno. Si no se cree en que todos puedan “crecer”, en el sentido de acrecentar sus habilidades y capacidades, la universalidad de la educación obligatoria pierde su fundamento más digno. La docencia no es un trabajo cualquiera, pues se suma al proceso de humanización, a la realización de una utopía que lleva a los sujetos y a la sociedad más allá de donde el profesor se los encuentra.

De ahí la especial formación que el profesor requiere, pero sobre todo, el claro compromiso que debe tener con unos ideales que, lamentablemente, pesan poco en las prácticas de formación, selección y promoción del profesorado. La historia de la progresiva implantación de la educación obligatoria ha tenido que enfrentarse con resistencias que creían poco en la universalidad de sus potenciales buenos efectos. Mujeres, niños de clases populares, sujetos con dificultades, miembros de grupos raciales dominados han sido y son discriminados en la educación. Los argumentos en que se apoyan estas creencias son muy resistentes porque sirven a intereses anclados en actitudes profundas y en el empeño por mantener las desigualdades. Son resistentes porque, por un lado, topan con la evidencia de que la desigualdad de condiciones personales en el aprendizaje es un hecho que tiende a atribuirse a la persona.
La ciencia, o lo que dice autodenominarse así— ha difundido a lo largo de los siglos XIX y XX argumentos que han tratado de justificar las desigualdades humanas como determinaciones biológicas. Si los pobres, los negros, las mujeres, los emigrantes, etc., fuesen menos capaces por determinación biológica, ¿qué sentido tienen las prácticas de redención y de compensación, salvo el de la compasión y la caridad?
La tendencia a unir las diferencias psicológicas humanas a las condiciones de la naturaleza (exterior o interior al hombre) viene de lejos. La historia del determinismo biologicista es larga y está muy arraigada en la cultura: desde las interpretaciones astrológicas del comportamiento cotidiano —que no puede decirse que han decaído— hasta la explicación genética de la inteligencia, pasando por la conexión entre los fluidos del cuerpo y los caracteres de la persona (sanguíneo, colérico, flemático), o la ligazón entre aspectos corporales y cualidades psicológicas (los obesos se cree que son pacíficos y bonachones. Solemos decir “tiene aspecto de buena persona”). Según el pionero de la medición de las aptitudes humanas, BINET (1985; obra publicada por primera vez en 1909), la escuela moderna tenía que aprovechar las posibilidades de conocer y clasificar a los estudiantes de acuerdo con la medición de sus capacidades. Éstas eran concebidas como si fuesen aptitudes ajenas a las influencias educativas. Aunque su posición no se encuadraba en el innatismo, pues quiso que sus pruebas sirvieran para identificar las necesidades educables de los niños retrasados, la teoría y la práctica de la medición a través de pruebas mentales estuvieron, y siguen estando, al servicio de la clasificación jerarquizadora y de la inmovilidad social apoyada en el biologismo. Las pruebas para medir aptitudes se utilizaron para filtrar la emigración en los EE.UU., para internar a débiles mentales, para negar servicios sociales a clases y razas desfavorecidas, para justificar la “diferencia”, cuando no la simple inferioridad, de las mujeres, para clasificar estudiantes en las escuelas, etc.
Toda práctica de examen, psicológico o pedagógico, tenderá a ser utilizada como una mirada documentada de carácter normalizador (FOUCAULT, 1978) que permite describir, calificar, juzgar, clasificar, comparar y también castigar, en tanto hace visibles las diferencias entre los sujetos y las objetiva a través del uso de lo que se consideran procedimientos científicos. La individualidad, en vez de ser apreciada como potencialidad creadora, será convertida en un objeto que hay que documentar y catalogar.
Para las posturas progresistas, que tienen su raíz en la visión optimista acerca de la bondad natural de los seres humanos y en la idea de la igualdad entre ellos, los límites de los sujetos tienen origen cultural y social.
Este supuesto progresista ha ido rompiendo prejuicios y asentándose paulatinamente, lo que ha llevado a incorporar al colectivo de los considerados como “educables” a las mujeres, que en el primer planteamiento moderno fueron excluidas, por
creerlas subdotadas y de un rango menor respecto del varón; también a los hijos de las clases populares, a los que todavía se cree en algunos sectores conservadores que están en desventaja social o que son pobres por no ser su naturaleza educable; a minorías o mayorías raciales, consideradas infradotadas respecto del hombre blanco; a los sujetos que muestran deficiencias de diverso signo, que en un principio fueron vistos como frutos del pecado o, simplemente, alguien que resultaba irrecuperable.
La historia de la exclusión está construida sobre la desigualdad de la propiedad de bienes materiales, sobre los privilegios sociales y políticos de ciertas minorías, y sobre las creencias acerca de la desigual posesión de capacidades innatas que se consideran más propias de un tipo de seres humanos que de otros.
Ésta es una batalla todavía no ganada definitivamente. Todos los niños en edad escolar entran en el sistema educativo en los países desarrollados, pero no todos están en igualdad de condiciones; ni se llega a esperar de ellos el mismo progreso
porque se les considera en muchos casos desiguales. Ganada la apuesta por la escolarización, hay que profundizar en la batalla de la igualdad. Para lograrla han de combatirse las actitudes y las concepciones de sentido común o las proporcionadas por argumentos pseudocientíficos que justifiquen las desigualdades de trato a diferentes seres humanos o las distintas expectativas acerca de lo que cada uno puede dar de sí. La escolarización no es todopoderosa para combatir las desigualdades, pero lo que no debe hacer nunca es ser ella causa de una mayor desigualdad, dando trato diverso o reforzando la jerarquía entre sujetos diferentes.


La ciencia, o lo que dice autodenominarse así— ha difundido a lo largo de los siglos XIX y XX argumentos que han tratado de justificar las desigualdades humanas como determinaciones biológicas. Si los pobres, los negros, las mujeres, los emigrantes, etc., fuesen menos capaces por determinación biológica, ¿qué sentido tienen las prácticas de redención y de compensación, salvo el de la compasión y la caridad?

La tendencia a unir las diferencias psicológicas humanas a las condiciones de la naturaleza (exterior o interior al hombre) viene de lejos. La historia del determinismo biologicista es larga y está muy arraigada en la cultura: desde las interpretaciones astrológicas del comportamiento cotidiano —que no puede decirse que han decaído— hasta la explicación genética de la inteligencia, pasando por la conexión entre los fluidos del cuerpo y los caracteres de la persona (sanguíneo, colérico, flemático), o la ligazón entre aspectos corporales y cualidades psicológicas (los obesos se cree que son pacíficos y bonachones. Solemos decir “tiene aspecto de buena persona”). Según el pionero de la medición de las aptitudes humanas, BINET (1985; obra publicada por primera vez en 1909), la escuela moderna tenía que aprovechar las posibilidades de conocer y clasificar a los estudiantes de acuerdo con la medición de sus capacidades. Éstas eran concebidas como si fuesen aptitudes ajenas a las influencias educativas. Aunque su posición no se encuadraba en el innatismo, pues quiso que sus pruebas sirvieran para identificar las necesidades educables de los niños retrasados, la teoría y la práctica de la medición a través de pruebas mentales estuvieron, y siguen estando, al servicio de la clasificación jerarquizadora y de la inmovilidad social apoyada en el biologismo. Las pruebas para medir aptitudes se utilizaron para filtrar la emigración en los EE.UU., para internar a débiles mentales, para negar servicios sociales a clases y razas desfavorecidas, para justificar la “diferencia”, cuando no la simple inferioridad, de las mujeres, para clasificar estudiantes en las escuelas, etc.
Toda práctica de examen, psicológico o pedagógico, tenderá a ser utilizada como una mirada documentada de carácter normalizador (FOUCAULT, 1978) que permite describir, calificar, juzgar, clasificar, comparar y también castigar, en tanto hace visibles las diferencias entre los sujetos y las objetiva a través del uso de lo que se consideran procedimientos científicos. La individualidad, en vez de ser apreciada como potencialidad creadora, será convertida en un objeto que hay que documentar y catalogar.
Para las posturas progresistas, que tienen su raíz en la visión optimista acerca de la bondad natural de los seres humanos y en la idea de la igualdad entre ellos, los límites de los sujetos tienen origen cultural y social.
Este supuesto progresista ha ido rompiendo prejuicios y asentándose paulatinamente, lo que ha llevado a incorporar al colectivo de los considerados como “educables” a las mujeres, que en el primer planteamiento moderno fueron excluidas, por
creerlas subdotadas y de un rango menor respecto del varón; también a los hijos de las clases populares, a los que todavía se cree en algunos sectores conservadores que están en desventaja social o que son pobres por no ser su naturaleza educable; a minorías o mayorías raciales, consideradas infradotadas respecto del hombre blanco; a los sujetos que muestran deficiencias de diverso signo, que en un principio fueron vistos como frutos del pecado o, simplemente, alguien que resultaba irrecuperable.
La historia de la exclusión está construida sobre la desigualdad de la propiedad de bienes materiales, sobre los privilegios sociales y políticos de ciertas minorías, y sobre las creencias acerca de la desigual posesión de capacidades innatas que se consideran más propias de un tipo de seres humanos que de otros.
Ésta es una batalla todavía no ganada definitivamente. Todos los niños en edad escolar entran en el sistema educativo en los países desarrollados, pero no todos están en igualdad de condiciones; ni se llega a esperar de ellos el mismo progreso
porque se les considera en muchos casos desiguales. Ganada la apuesta por la escolarización, hay que profundizar en la batalla de la igualdad. Para lograrla han de combatirse las actitudes y las concepciones de sentido común o las proporcionadas por argumentos pseudocientíficos que justifiquen las desigualdades de trato a diferentes seres humanos o las distintas expectativas acerca de lo que cada uno puede dar de sí. La escolarización no es todopoderosa para combatir las desigualdades, pero lo que no debe hacer nunca es ser ella causa de una mayor desigualdad, dando trato diverso o reforzando la jerarquía entre sujetos diferentes.


Un camino para la igualdad y para la inclusión social.

…las diferencias que se encuentran en las costumbres y las aptitudes de los hombres, son debidas a su educación más que a ninguna otra cosa; debemos deducir que ha de ponerse gran cuidado en formar el espíritu de los niños y darles aquella preparación temprana que influirá en el resto de su vida.

(John LOCKE).


Que un ser humano reciba la misma educación que cualquier otro —algo que se deriva del hecho de ser un derecho universal— no significa igualarlos entre sí. La educación no es un omnipotente medio para la supresión de las desigualdades cuyo origen está fuera de las escuelas y que son previas a la escolarización.
En el mejor de los casos, la escolarización obligatoria es sólo uno de los posibles medios para recorrer el camino hacia la igualdad. Pero si cualquier individuo o
grupo constituido por alguna condición (género, clase social, etnia, modo de vida, etc.), recibe una educación diferente en extensión y en calidad a la que disfrutan otros, o si no recibe ninguna, entonces seguro que se acentúa la desigualdad entre unos y otros.
Recibir o no educación es condición para la participación en la sociedad, desde el momento en que para desempeñar el ejercicio de muchas actividades y puestos de trabajo se requiere una preparación previa, así como herramientas y habilidades para adquirirla.


La educación obligatoria su sentido educativo y social

Las desigualdades en cuanto a la educación tienen hoy consecuencias, más allá de causar diferencias sobre las oportunidades que vayan a tenerse. Tener conciencia de qué es el mundo y la sociedad actuales no es algo a lo que pueda accederse desde el sentido común sin la aportación de aprendizajes que no suelen adquirirse en el intercambio cotidiano con las cosas y con las demás personas. Los más educados podrán entender mejor esas situaciones y disponer de más capacidad y de una mayor flexibilidad para acomodarse a las condiciones mudables. la persona no cultivada o con carencias y deficiencias notables en la educación queda excluida socialmente, El derecho social a la cultura  y a la educación tiene carácter fundamental, es porque se entrelaza con otros derechos civiles, políticos y económicos de las personas, capacitándolas para el ejercicio de los mismos, posibilitándolos y potenciándolos se pueden realizar otros derechos, como el de la libre expresión, la participación política o el derecho al trabajo en las sociedades avanzadas. Es este derecho a la cultura y no el derecho de la cultura  el que fundamenta.

La virtualidad más significativa que hoy desempeña la educación para todos es la de la inclusión. No sólo estamos ante un problema de injusticia, sino ante el abismo entre seres humanos que no sólo discrimina a los desfavorecidos, sino que los aparta definitivamente de la sociedad. A los excluidos sin educación les llegan a faltar las posibilidades para salir de ese estado.
La educación socializa produciendo lazos con el mundo, en la medida en que habilita para ser y considerarse un miembro de éste. La capacidad de inclusión tiene, en primer lugar, una proyección en la inserción en las actividades productivas. En segundo lugar, tiene una dimensión intelectual, en tanto que capacitación para el entendimiento del mundo. En tercer lugar, la inclusión tiene una vertiente emocional: la de poder sentirse como un actor social que interviene en su medio, un sujeto creador, libre y autónomo.



Insistir en la importancia de la posesión de ciertos conocimientos y habilidades para poder incluirse en los procesos propios de la sociedad actual; herramientas de pensamiento, lo cual plantea condiciones a los mismos y a las formas de adquirirlos; es preciso reparar en el valor de las habilidades para aprender y comprender dentro y fuera de la escuela; la inclusión lo es para una cultura que es plural y en la que hay consensos y disensiones.

La fe y la esperanza en la educación escolarizada también cuenta con su particular historia acerca de la falsedad de sus promesas, su decadencia, su inutilidad y sus efectos perniciosos.
El pesimismo en cuanto al valor que se concede a la cultura, la falta de fe en que la ciencia y la tecnología puedan incrementar la felicidad humana, a persistencia de fuertes desigualdades en sociedades que creemos cultas, la pérdida de prestigio social del hombre y de la mujer cultos, el rebrote del fascismo, la devaluación de la democracia, la deshumanización de muchas de las prácticas educativas, la persistencia del abandono escolar, las altas tasas de fracaso escolar, la pérdida de presencia del Estado en la provisión de la educación, la privatización de ésta.

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